Nora Aslan | La inquietante escisión de la mirada
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La inquietante escisión de la mirada

Por Lucas Fragaso.1997.
Nora Aslan en el Museo Nacional de Bellas Artes.

 

En un célebre pasaje de una de las obras fundantes de la estética moderna, Immanuel Kant afirmaba que hay que ver el mar como lo hacen los poetas, con lo que quería decir que es necesario considerarlo de acuerdo con el doble movimiento perteneciente a su apariencia visual. En principio puede aparecer como un claro espejo de agua reposando en sí mismo y limitado sólo por el cielo, sin embargo, simultánea e imprevistamente se transfigura en un movimiento desencadenado que, como un abismo, amenaza con tragarlo todo. A partir de esta escisión presente en la apariencia visual del mar, es posible aprehender –según Kant– lo sublime del océano.

Desde entonces, una verdadera metafórica de las relaciones entre lo visual y el mar ha pasado a formar parte de los distintos modos de ver y maneras de significar. Las palabras de John Ruskin con las que Rosalind Krauss inicia su trabajo The Optical Unconscious, hablan sobre la atracción que ejercía el mar en el que llegaría a ser el más importante crítico de arte de su época. “Mirar simplemente la atracción que ejercía el mar durante cuatro o cinco horas diarias”, “mirar fija e interrogativamente el mar” constituía para el joven Ruskin una verdadera pasión en la que se anuncia el movimiento propio de la mirada: “era para mí suficiente –escribe– mirar, escuchar, seguir y luego alejarme de las olas”. Mirar es escuchar, interrogar, mimetizarse con lo visto y al mismo tiempo desprenderse de él. También Didi-Huberman abre su trabajo Ce que nous voyons, ce qui nous regarde citando el Ulysses de James Joyce. Allí, Stephen Dedalus, mirando el mar y frente a lo diáfano de las aguas, experimenta de pronto ese líquido verdusco como una sombría marea, y todo el mar se vuelve un terrible recipiente lleno de aguas que no son otra cosa que la bilis verdosa surgida de los estertores y gemidos de su madre agonizante. En todos y cada uno de esos ejemplos donde el mar aparece como emblema de la necesaria modalidad de lo visible, es posible percibir una cada vez más intensa problematización de la mirada, el simple acto de ver. El ojo fiel que los holandeses del siglo XVII erigieron en guía absoluta de su pintura (“Ojo fiel y mano sincera”, decía Robert Hooke) para consignar las cosas tal como ellas se presentan, se vuelve paulatinamente ojo escindido, y el simple mirar adquiere las características de un acontecimiento dramático e incierto.

Ahora bien, si las imágenes del arte son aquellas que, en grado eminente, tienen la capacidad de devolvernos la mirada, es porque también tienen la capacidad de colocarnos en el centro mismo de la escisión constitutiva de toda apariencia visual, en ese espacio enigmático que se abre entre el ver y el ser visto, donde se transforma la supuesta inmediatez de la mirada en aquello que la mística medieval vislumbraba: el tormento de ver.

Mirar es, al mismo tiempo, estar expuesto a la mirada de lo que vemos; en esta relación especular la mirada ingenua pierde su consistencia, su quietud y su certeza; ella se ve arrastrada fuera de sí misma, repentinamente se encuentra recogida, conservada e impulsada por ese movimiento de lo visible que la lleva hasta el límite donde capitula toda particularidad. Sin embargo, la mirada abismada en lo que la mira se resiste a la disolución e intenta retornar a la seguridad de su certeza y al refugio acogedor de su particularidad.

Pero acontece que, en este intento de retorno a sí misma que quiere sustraerse a la disolución, ya no encuentra ni el lugar ni la certeza que alguna vez fueron garantía de su identidad. La mirada no puede hacer pie en ninguno de los dos extremos: ni entregarse al movimiento que la envuelve ni recuperar su pérdida consistente; no puede reclamar para sí ninguna de las dos alternativas. Una escisión entre lo que nos mira y lo que vemos se ha instalado enigmáticamente entre los extremos, entre el acto de ver y el objeto mirado.

Las alfombras y manteles que cuelgan de las paredes responden a una idea exacta de visibilidad, al ojo fiel y mano sincera que alguna vez sostuvo una cultura visual estrictamente descriptiva y ajena a toda intención narrativa. La cotidianeidad de los objetos hace aún más definitivo el poder de las imágenes –construidas de acuerdo con el sistema de réplicas y desdoblamientos del arte textil– que se ofrecen como símbolos donde se reconocen inmediatamente las composiciones geométricas ornamentales. La configuración de cada uno de los cuadros no necesita de ninguna referencialidad externa, sólo son lo que son: alfombras y manteles destinados a cubrir superficies en la más próxima y familiar relación con los objetos que nos rodean. La mirada es aquí, a lo sumo, sólo una actividad instructiva que recorre casi distraídamente el riguroso despliegue ornamental. La composición se resuelve en la delimitación formal que no pretende expresar ninguna interioridad ni establecer ninguna afinidad psicológica. Sin embargo, otra cosa absolutamente distinta aguarda a ese mirada satisfecha y distraída; no se trata de un secreto escondido por detrás o fuera de su presencia; tampoco de una transfiguración como la de las aguas del mar, que de pronto revierten en lo opuesto de lo que parecía ser, lo que –por otro lado– no deja de ser una posibilidad contenida en ellas. La mirada se ve de pronto retenida en el juego ornamental de la alfombras y manteles de Nora Aslan; las imágenes se transforman en un poder inquietante; la apariencia visual no sólo devuelve la mirada sino que, intempestivamente, miles de ojos alucinados vibran en el entretejido decorativo de las superficies textiles, para convertirse en señores y habitantes de un espacio sin resquicios ni vacíos: el espacio de lo terrible.

Si la tensión irresuelta instalada entre lo que nos mira y lo que vemos constituye el problema fundamental de lo visible, y si ella hace del mirar –como alguna vez se lo llamó– un tormento, los manteles y alfombras de Nora Aslan asumen premeditada y conscientemente la dialéctica de la mirada: ellos son ejemplos concretos y visibles de lo que ejemplifican. La capacidad que tienen las imágenes de devolvernos la mirada está literalmente expuesta en cada una de las obras como realidad y acontecimiento ineludible.